domingo, 30 de junio de 2013

El negocio del miedo



Es de primordial importancia para entender el mercado de medicamentos, tener presente el principio de que el objetivo de las empresas farmacéuticas, como cualquier otra, es “obtener beneficios económicos”, o sea, “ganar dinero”. Esto que es tan obvio cuando hablamos de cualquier empresa privada, independientemente de a lo que se dedique, es necesario explicitarlo cuando se refiere a las relacionadas con medicamentos, ya que, en el marketing de las mismas suelen aparecer otros fines de manera insistente y frecuentemente se deja de lado el objetivo principal, cuando no único, de muchas o de todas ellas.
He de aclarar que me parece legítimo, ya que es su razón de ser, que una empresa tenga como objetivo obtener beneficios económicos, lo que no me parece honesto es que se escamotee este objetivo y se transmita la imagen de que son otras metas más altruistas las que guían su conducta.
Hace tiempo leí en el diario “El País” un anuncio de Farmaindustria en el que tras una breve descripción de los beneficios que nos aportan los medicamentos y la investigación de la industria farmacéutica, terminaba con el siguiente mensaje:    “ALIVIAR EL SUFRIMIENTO Y SALVAR VIDAS. Ese es el compromiso de la industria farmacéutica con la sociedad”.
Contrasten Uds. con lo escrito en el nº 141 de Cuadernos de Cristianismo y Justicia por Teresa Forcades i Vila: “En el breve periodo que va de 2000 a 2003, casi la totalidad de las grandes compañías farmacéuticas pasaron por los tribunales de EEUU, acusadas de prácticas fraudulentas. Ocho de dichas empresas  han sido condenadas a pagar más de 2,2 billones de dólares de multa. En cuatro de estos casos las compañías farmacéuticas implicadas – TAP Pharmaceuticals, Abbott, Astra Zeneca y Bayer- han reconocido su responsabilidad por actuaciones criminales que han puesto en peligro la salud y la vida de miles de personas...”
O con lo que en ese mismo periódico se podía leer “Sólo uno de cada diez nuevos infectados por el VIH recibe tratamiento”, como titular de la XVI Conferencia Internacional sobre el SIDA que se celebró en la ciudad de Toronto, y que reflejaba los, por todos conocidos, esfuerzos y presiones que las empresas farmacéuticas han realizado sobre los gobiernos y organismos internacionales para proteger “sus legítimos derechos” a los beneficios económicos, mediante el respeto de patentes, aunque ello haya supuesto la condena de millones de personas que no pueden acceder a los fármacos como consecuencia del elevado coste que este beneficio de las compañías supone en el precio de los mismos.
Es este tipo de hipocresía y de farsa la que debe ser objeto de crítica y denuncia, ya que, repercute de forma importante en el tipo de relaciones mercantiles que se establecen.
Cuando los directivos de cualquiera de las grandes compañías farmacéuticas se reúnen para hacer balance de sus resultados anuales con los accionistas de las mismas, los datos que les interesan y que se ponen sobre la mesa son los beneficios económicos obtenidos, en ningún caso aparecen entre los datos de interés para estos accionistas el número de personas a las que se les ha curado, aliviado o, en ciertos casos, dañado; y mucho menos las que han consumido sus productos sin que estuviesen indicados. Lo que realmente le interesa son los euros o dólares que han obtenido de beneficios. Esta aseveración, como pueden suponer, es especulativa, ya que no he asistido a ninguna reunión de este tipo, pero me baso en que tampoco he leído en ninguna publicación, informes facilitados por la industria farmacéutica que hagan referencia a este tipo de datos.
Teniendo presente este principio básico y primordial de que “el objetivo de las compañías farmacéuticas es ganar dinero” podemos entrar a considerar el mercado de fármacos en nuestra país, para comprender como “el miedo” se convierte en un buen aliado para el negocio de estas empresas, así como, la participación que tienen otros “personajes” en esta historia (usuarios, médicos, farmacéuticos de las oficinas de farmacia y los gestores de la sanidad).
Resulta llamativo observar cómo está estructurado el mercado de los medicamentos. Tenemos por una parte el usuario, que es el que los consume, y que paga un porcentaje de su valor.
Por otro lado estamos los prescriptores de los fármacos, los médicos, que somos quienes, en teoría, decidimos qué fármacos deben consumir y a los que, a veces, actuamos “como si no nos afectase” el  coste de las prescripciones que realizamos, y en cambio somos “presionados” por la industria farmacéutica, a través de los “Informadores Técnicos Sanitarios” o “Visitadores médicos” como se les conoce popularmente, para que prescribamos los más nuevos y más caros, que son los que normalmente promocionan, con un amplio horizonte en las indicaciones de los mismos.
Es de justicia resaltar que siempre ha habido profesionales que se han adaptado a las recomendaciones del “uso racional del medicamento”, y que este número va en aumento, bien porque el trabajo que vienen realizando desde hace años los técnicos del medicamento, esté dando sus frutos, o porque, una parte cada vez más importante de nuestra nómina está directamente relacionada con el cumplimiento de objetivos, o quizás ambos hechos.
Además, están los farmacéuticos de las oficinas de farmacia, que como es obvio, puesto que se trata de un negocio, su interés está en vender lo máximo posible, lo que supone que cuantos más fármacos se expendan mejor para el negocio.
Como podemos observar, los colectivos anteriores se benefician realmente (industria y oficinas de farmacia) o creen beneficiarse (consumidores), ya que, de “todos es sabido” que “lo más nuevo y más caro es lo mejor”, del consumo exagerado de fármacos, en general, y  de los mas nuevos y caros, en particular.
Resulta chocante observar la candidez con la que algunos médicos aceptan las explicaciones “científicas” de los portavoces de la industria farmacéutica y la tenaz resistencia que muestran ante las informaciones procedentes de los técnicos del medicamento, cuya capacitación y rigor científico está tan por encima de la información manipulada y sesgada de la industria, que sería ofensivo hacer comparaciones sobre la calidad de ambas.
Probablemente una de las razones de esta actitud, esté en que, mientras los primeros, refuerzan y apoyan con prebendas las desviaciones de la buena práctica que podamos estar realizando, los segundos nos ponen delante de nuestros ojos el mal uso que hacemos de los medicamentos de acuerdo con los criterios científicos actuales y reflejados en las guías de las sociedades científicas.
Es frecuente escuchar en el ámbito médico opiniones como ésta: “Quizá el punto que determina la calidad de prescripción es la libertad del médico para prescribir el medicamento que considera más adecuado para el paciente”.
Hombre no. La libertad de prescripción en ningún caso garantiza una calidad en la misma. Es deseable, o quizás necesaria, pero no suficiente. Como ejemplo de que la libertad no garantiza la calidad tenemos los casos recientes del Rofecoxib (Vioxx), la THS, glitazonas (Avandia), cerivastatina (Lipobay), etc. Todos ellos fármacos que a pesar de conocerse por el fabricante los daños que causaban los mantuvieron en el mercado hasta que el número de victimas y la aplastante evidencia obligó a retirarlos.
Un autor como  Paul Meehl atribuye la confianza de los clínicos en sus predicciones a una “concepción errónea de la ética” y dice:
Es inadmisible manifestar que “No me importa lo que señalen las investigaciones, yo soy un clínico, así que me baso en mi experiencia clínica”.
Los médicos deberíamos repasar la historia de la medicina, llena de luces y sombras,  cuando invocamos la, altisonante, “experiencia clínica, pues nuestra historia está plagada de barbaridades que en su momento se consideraron muy adecuadas, estando todas ellas basadas en la experiencia clínica, la cual, por otra parte, era todo lo que tenían, lo que puede ser considerado como una eximente en el juicio de la historia.
Es en este escenario donde “el miedo” se convierte en un excelente abono que hace crecer de manera exagerada la necesidad de consumir fármacos por los ciudadanos, independientemente de su estado de salud, para lo cual la industria despliega todo su arsenal para “inventar” o “redefinir” enfermedades al objeto que todos nos convirtamos en “clientes potenciales” de las sustancias que producen.
Resultan ilustrativas a este respecto las palabras que el responsable de una de las compañías farmacéuticas mas conocidas declaró a la revista Fortune.
Cerca de su jubilación, el agresivo director ejecutivo de Merck, Henry Gadsden, dijo que le disgustaba que los mercados potenciales de la compañía se hubieran limitado a las personas enfermas y afirmó que durante mucho tiempo su sueño había sido fabricar medicamentos para gente sana, ya que de ese modo, Merck habría podido “vender a todo el mundo”. Después de tres décadas el sueño de Gadsden se ha hecho realidad, tal como afirma Ray Moynihan en su libro “Medicamentos que nos enferman”.
“Es el marketing del miedo el que está en la base de las estrategias promocionales para vender fármacos.
El miedo a sufrir ataques al corazón se utilizó para vender a las mujeres que la menopausia es una enfermedad que requiere una sustitución hormonal.
El miedo al suicidio entre los jóvenes se utiliza para vender a los padres la idea de que incluso las depresiones leves deben tratarse con medicación fuerte.
El miedo a una muerte prematura se utiliza para vender el colesterol alto como algo que automáticamente requiere una receta médica. Irónicamente, sin embargo, los ultra promocionados medicamentos provocan a veces el mismo daño que supuestamente curan.”
Ante esta situación, parece como si los médicos hubiésemos ocupado el “nicho ecológico” de meter miedo a la población que han dejado los sacerdotes del catolicismo integrista o nacionalcatolicismo, sustituyendo el “miedo a las consecuencias del pecado” por el “miedo a las consecuencias de la enfermedad” o lo que es peor a los famosos y temidos “factores de riesgo”, como la hipertensión y el colesterol por citar los mas famosos y lucrativos para la industria farmacéutica y sus colaboradores (lideres de opinión, “expertos”, etc)
A propósito de “los factores de riesgo” los estudios realizados en Framingham, pequeña ciudad estadounidense de la costa del Pacífico produjeron un cambio de paradigma, consistente en proporcionar tratamiento a los sanos, con carácter preventivo y universal, por más ineficiente que fuese.
Basándose en este proyecto las autoridades norteamericanas establecieron unas normas unificadas en cuanto a los valores del hemograma que expresarían cuando un sujeto dejaba de estar sano para figurar entre los necesitados de terapia.
La industria no ha regateado en medios para justificar la conveniencia de la reducción del colesterol o las cifras de tensión arterial.
Bristol-Myers-Squibb invirtieron 45 millones de dólares en el estudio Glasgow.
Se inició en 1990. Formó dos grupos con un total de 6500 hombres de edades comprendidas entre los 45 y los 65 años, afectados por un nivel de colesterol en sangre > 250 mg/dl. A los 5 años el grupo tratado con el fármaco reductor había rebajado sus niveles en un 20%. El otro grupo que recibió un placebo, presentaba prácticamente los mismos valores que al inicio del estudio.
Lo  curioso fue que apenas hubo diferencias en ambos grupos en cuanto al riesgo cardiovascular.
Borgers ha calculado la eficacia que se obtiene a cambio de un enorme gasto:
Tratando a 1000 personas durante 5 años, se evitarían en este grupo de edad 7 fallecimientos debidos a enfermedades cardiovasculares, o lo que es lo mismo habríamos tratado sin utilidad alguna a 993. Y las 1000 se habrían expuesto además al riesgo de los efectos secundarios: trastornos gástricos, estreñimiento, sensación de hinchazón, lesiones hepáticas en algunos casos, rabdomiolisis, a veces letal.
La “eficacia” de los reductores del colesterol está únicamente documentada en individuos de hasta 65 años de edad, pero no por eso dejan de administrarse a personas de edades superiores.
Irwin Schatz: “Nosotros ignoramos cómo se explican estos resultados (un estudio en mayores de 65 años presentaron índices de mortalidad cada vez mayores a medida que se les bajaba el colesterol). Lo único que ha quedado claro es que científicamente no tiene base el tratar de rebajar el colesterol en pacientes de la tercera edad.” Lancet 2001.
Sin embargo, a pesar de estas evidencias, seguimos utilizando el miedo y ampliando el negocio al tiempo que se reducen las cifras “normales” y no se tiene en consideración la edad de los pacientes a lo hora de prescribir medicamentos.